22 abril

289. Aquí está



A finales de la década de los sesenta del siglo pasado dieron con ella. Unos pocos saben de su existencia; unos pocos saben que la conoció, que fue su amiga. Amaro del Rosal (⇑) es uno de ellos. Le han dicho que en una aldea gijonesa aún vive una mujer que tuvo una relación de amistad con Rosario de Acuña, que guarda algunos textos de ella, además de otros valiosos recuerdos, y le escribe una carta desde el exilio mexicano para interesarse por ellos. Luciano Castañón (⇑), es otro de los gijoneses que sabe quién es. Se acerca hasta su casa y comprueba que, en efecto, allí se encuentra el último eslabón, el enlace que nos une con el recuerdo de su memoria, oculta durante tanto tiempo. No sólo por lo que cuenta, también por lo que ha atesorado durante décadas: algunas de sus cartas, recortes de periódico, copias manuscritas o fotografías. De todo ello también es conocedor Patricio Adúriz (⇑), quien cita su nombre –uno más entre los diecinueve que figuran al inicio de «Rosario Acuña»(1),  la serie de cinco entregas publicadas en el gijonés diario El Comercio en 1969– como muestra de agradecimiento: «Vosotros, uno por uno, aportando el pequeño detalle o el dato vital hicisteis posible que se diera cima a esta trabajosa tarea en la que nos metimos de lleno». Por lo que supimos después, ella era de las del «dato vital» o, mejor,  de los datos vitales. 

Habrá que esperar unos años más para que su testimonio sea conocido, trascienda el reducido ámbito de los investigadores y se haga público, gracias al reportaje de Javier Ramos que aparece en la revista Asturias Semanal en su edición del 27 de octubre de 1973. 


Aquilina Rodríguez Arbesú (Asturias Semanal; fotografía de Piñera)

«Bruno salió a recibirnos cuando franqueamos el portón de hierro de esta casa llamada Rienzi...». Rienzi, como el personaje de su primer éxito teatral... Ya desde el inicio, ya desde las primeras palabras,  Rosario de Acuña, es la auténtica protagonista del reportaje, revivida en el recuerdo de quien, a pesar de la diferencia de edad, fue su amiga. 

«Recuerdo que mi padre, que fue quien me presentó un día en una conferencia a doña Rosario, me mandaba leer todas sus obras». Bien pudiera ser que ese encuentro hubiera tenido lugar el 29 de septiembre de 1911, día en el cual Rosario de Acuña pronunció una conferencia en el acto de inauguración de la Escuela Neutra Graduada de Gijón. De haber sido así, Aquilina Rodríguez Arbesú tendría por entonces veintiún años y ahora, en el momento en el que rememora aquel acto que tuvo por escenario el gijonés teatro de los Campos Elíseos, ya ha cumplido los ochenta y tres. Mucho es el tiempo transcurrido desde entonces, y cincuenta son ya los años que han pasado desde la muerte de quien fuera su amiga. Aunque la memoria se resienta y desdibuje algunos recuerdos (como sucede con  el año en el cual doña Rosario se instaló en Gijón), hay otros que ya quedaron entonces debidamente contrastados, pues Aquilina cuenta con recortes de periódicos o cartas que los respaldan, y algunos más abrirán nuevas vías de investigación que, tiempo adelante, nos permitirán concretar la fecha de su nacimiento (⇑): por entonces se daba por hecho que había sido en una indeterminada fecha del año 1851, como también se afirma en el texto. 

En otra ocasión Aquilina ya había contado que, al menos, dos veces al año llevaba flores a la tumba de Rosario de Acuña: el 5 de mayo y el 1 de noviembre. Hubo quien creyó que la visita al cementerio en la segunda fecha estaba relacionada con la festividad de Todos los Santos, pero en esta ocasión Aquilina lo deja más claro: «Desde que murió vamos por lo menos dos veces al año a llevarle flores al cementerio: el día de su nacimiento y el de su muerte». De ese hilo fui tirando hasta concluir que, en contra de lo que se pensaba, Rosario de Acuña Villanueva había nacido el 1 de noviembre de 1850, como tiempo después quedó probado cuando pudimos contar con su partida de bautismo.

Copia del testamento ológrafo de Rosario de Acuña, 1907 (Asturias Semanal, fotografía de Piñera
Los recuerdos de Aquilina se complementan con fotografías que nos muestran algunos de los documentos que guarda en su casa, como el texto impreso del discurso que Rosario de Acuña pronunció en la ceremonia de inauguración de la Escuela Neutra, una de las hojas volanderas que unos admiradores encargaron imprimir tiempo después. (Al margen o entre paréntesis: otra como esa, conservada en la Biblioteca Asturiana del Padre Patac, valioso material en mi investigación sobre la Escuela, fue la responsable de que en los comienzos del presente siglo iniciara esta tarea inacabada que tiene por objetivo conocer a la autora de aquel texto). En otra de las fotografías aparece una auténtica joya: Aquilina conserva en su casa una copia del testamento manuscrito (⇑) que Rosario de Acuña firmara en Santander en el año 1907.

Aquí está. Ella es Aquilina Rodríguez Arbesú: una mujer que no solo la conoció, sino que fue su amiga; una mujer que durante años ha atesorado su recuerdo y que ahora nos lo transmite con orgullo. De alguna forma, sus palabras logran rescatarla de la borrina del olvido y la devuelven a la memoria colectiva. De alguna forma, su testimonio se convierte en nutriente de nuevos afanes recuperadores. Pocos meses después de la aparición del reportaje, el mismo semanario hace pública en una sección destinada a recoger las opiniones de sus lectores el texto siguiente:

 

Homenaje a Rosario de Acuña

Señor director:

Cada época tiene sus grandes olvidados; unos, después de muchos años han vuelto a resucitar, otros permanecen  latentes en la historia, pero marginados en el recuerdo. Los olvidados forman una «casta de malditos» que vagan por la historia como almas en pena buscando una época en la que reencarnarse. Generalmente son adelantados a su tiempo que no han encontrado acomodo entre los de su generación, que se equivocaron de siglo y solo saldrán a flote con el paso de los años. 

Rosario de Acuña (1851-1923) es una de ellas (2) . Cuando pensar era para la mujer una deshonra, cuando los movimientos de liberación femeninos, de conocerse, sonarían a fin del mundo, esta gijonesa de adopción ya estaba dando ejemplo a las generaciones futuras. Muchas de sus ideas, avanzadas incluso para bastantes hombres librepensadores de su época, siguen hoy teniendo plena vigencia. Contemporánea de Rosalía de Castro, supo atacar con energía los prejuicios y supersticiones de la época, enfrentándose a una mentalidad de redil y telarañas. 

Sus poemas, sus obras de teatro, sus valientes artículos de prensa, su pensamiento polémico y su crítica contra una Iglesia y un Estado anclados en viejas glorias ya periclitadas, fueron suficientes para declararla enemigo público número uno. Mal estaba que se fustigasen de tal forma los valores tradicionales, pero que esos ataques al espíritu y la gloria almidonada del pasado partiesen precisamente de una mujer ya era el colmo. Así fue como desde la España oficial unos y otros solo se acordaron de Rosario de Acuña para calumniarla. Ella era la voz acusadora, el anticristo y el antipolitiquerismo que no perdonaba la estrechez de miras, las ideas de redil. 

Con la II República volvió a resucitar su memoria. El paseo de la Providencia en Gijón pasó a denominarse Paseo de Rosario de Acuña, pero luego, como el Guadiana, volvería a desaparecer de la faz del recuerdo para permanecer sepultada en el cementerio civil de Gijón hasta hoy. 

Ahora que han pasado más de cincuenta años desde su muerte, ahora que su figura ya forma parte de la historia y han quedado atrás los partidismos, ¿por qué no se recupera para Gijón el honor de haber albergado a una mujer de tal categoría humana e intelectual? ¿Es que andamos tan sobrados de figuras históricas como para permitirnos el lujo de despreciar o ignorar los talentos enterrados?, ¿tendrán que pasar otros cincuenta años para que nuestros nietos del siglo XXI descubran entusiasmados la enorme talla intelectual y clarividencia de esta mujer del siglo XIX?

Algo habrá que hacer, sin duda, para darle a Rosario de Acuña el puesto que se merece como dramaturga y pensadora, como mujer que desarrolló una labor aperturista, en opinión de diversas personas, «no superada por nadie e igualada por muy pocos de su época».

Ricardo Santuña

Gijón

Asturias Semanal, 7 de septiembre de 1974


Notas

(1) Patricio Adúriz utiliza en el título y en los primeros párrafos del texto del primer capítulo «Acuña» por «de Acuña», que es la forma correcta, al menos la que utiliza la interesada en sus escritos. En las entregas siguientes ya será habitual la utilización «de Acuña».

(2) Como ya ha quedado dicho, por entonces se daba por bueno que Rosario de Acuña había nacido en 1851. Habrá que esperar a contar con la copia de su partida de bautismo (⇑) para que se enmendara tal error. 

 

 



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07 abril

288. Carrillo, Rodríguez y Beci: del mitin a El Cervigón

 

Bien parece que los sucesos del año anterior supusieron un hito significativo para las organizaciones obreras del país. La huelga general de agosto de 1917 fue diferente a las anteriores: su objetivo ya no se limitaba a exigir medidas para paliar la crisis de subsistencias, sino que perseguía un cambio en las estructuras políticas y económicas del país.

Aquella huelga sirvió también para que Rosario de Acuña se afianzara aún más en los postulados obreristas que había ido predicando tras regresar de su exilio portugués. Aunque ya desde finales del quince contamos con varios indicios de su aproximación a los círculos obreros,  será en 1917 cuando se hagan más evidentes. En mayo publica «La hora suprema», un escrito en el cual insta a las izquierdas a «ponerse en pie». Unas semanas después se desplaza a Madrid para asistir al gran mitin aliadófilo que allí tiene lugar. Las autoridades recelan de ella y ordenan registrar su casa (⇑). Las fuerzas de orden lo hacen en dos ocasiones. En noviembre volverá a su ciudad natal para participar en la manifestación organizada para reclamar la libertad de los miembros del comité de huelga que permanecían encarcelados...

«Asamblea del año XIII», boceto de autor desconocido

Unos meses después, en los primeros días del mes de mayo de 1918, el Sindicato Metalúrgico de Asturias organiza un mitin en Gijón en el cual intervienen Eduardo Torralba Beci, director durante un tiempo del El Socialista y activo colaborador del diario, César Rodríguez González, de las Juventudes Socialistas, y Wenceslao Carrillo, secretario general del Sindicato. Los dos primeros habían llegado desde Madrid para participar en distintos actos en la región con motivo del Primero de Mayo, así como del centenario del nacimiento de Carlos Marx, que fue el tema de su intervención en los discursos que pronunciaron en Sama el día anterior.

El primero en intervenir es Carrillo, que exhorta a la unión de todos los metalúrgicos de Asturias, y de toda España, en apoyo de las reclamaciones presentadas a la patronal, entre las que destaca la jornada laboral de ocho horas y el establecimiento de un salario mínimo. César Rodríguez centra su intervención en la huelga, pasada, y la guerra, presente. De la primera: «los obreros organizados aspiran a luchar y combatir a la clase patronal»; de la segunda: triunfen unos u otros, los capitalistas se habrán enriquecido y a la clase obrera mundial no le quedan más opciones que «soluciones revolucionarias». Torralba, por su parte, reclama la liberación de Anguiano, Besteiro, Largo Caballero, Saborit, los cuatro integrantes del comité de huelga detenidos en el penal de Cartagena, y exhorta a la unión de la clase trabajadora;  «nuestro consejo de corazón, puro y sincero, es el de constituyáis en un solo ejército contra un enemigo único: el capitalismo». 

Terminado el mitin, los tres acuerdan que al día siguiente caminarán hasta El Cervigón para visitar a la ilustre luchadora que allí vive, pues, como dejó escrito Torralba, «Estar en Gijón y no haber ido a visitar a doña Rosario de Acuña hubiera sido imperdonable delito».

En El Cervigón, donde algunas visitas son muy bien recibidas (⇑), debían de estar sobre aviso, pues los caminantes,  después de recorrer un buen trecho por el litoral no encontraron el camino que les habían aconsejado tomar. No obstante, pudieron llegar a la casa siguiendo las indicaciones que por señas realizaba desde lo alto Carlos Lamo, «el sobrino de doña Rosario» (⇑). «Estrechamos cariñosamente las manos del antiguo y querido amigo y, precedidos de él, franqueamos la puerta de la huerta que hay delante de la casa. Allí estaba esperándonos ya doña Rosario». 

Wenceslao Carrillo (Archivo Fundación Pablo Iglesias)
Wenceslao Carrillo
Ya están dentro las cinco personas que intervienen en esta historia: Rosario de Acuña Villanueva (67 años), Carlos Lamo Jiménez (49 años), Emilio Torralba Beci (36 años), Wenceslao Carrillo Alonso-Forjador (28 años) y César Rodríguez González, el más joven, pues tan solo cuenta con 23 años de edad, y de cuya filiación es fácil suponer que se habló en la reunión, pues es hijo, el único hijo, de Virginia González Polo, la primera mujer en formar parte de la Ejecutiva del partido socialista y la primera también en la dirección de un sindicato en España, la única mujer en el Comité de la huelga general de agosto de 1917, por la cual Rosario de Acuña sentía una gran admiración, tanta como para desplazarse hasta la localidad mierense de Turón, donde iba a pronunciar un mitin, y así conocerla personalmente (⇑)

Lo que sigue es el relato de aquel encuentro, tal y como nos lo ha contado Torralba Beci, autor también de un elogioso artículo de su anfitriona (⇑), referido a la presencia de Rosario de Acuña en el mitin aliadófilo que tuvo lugar en la plaza de toros de Madrid en mayo del año anterior. 

 

 «Hablando con doña Rosario de Acuña»

[...]

La encontramos recia, en una robusta ancianidad, curtida por las brisas cantábricas y por la sana vida rústica. Llevaba arrollada a la cabeza una toquilla negra, a modo de turbante. El rostro, en el que se reflejaba esa noble ternura de las ancianas que han amado  mucho y que no cesan nunca de amar, estaba aureolado por venerables cabellos blancos. A nuestros labios, sin que el respeto nos permitiera enunciarla, vino una palabra que nos salía del corazón; ¡«Babuchsca»!... Se nos representó en doña Rosario de Acuña la abuela de la revolución, Catalina Breskovskaia. En otro medio que el medio asfixiante de España, doña Rosario hubiera alcanzado la gloriosa exaltación de la admirable mártir rusa. Pero aquí, donde más aún que las persecuciones de los que despóticamente gobiernan y juzgan, hieren y desgarran el alma de los luchadores de corazón los escarnios, las envidias, las concupiscencias de los que se llaman hermanos de ideal y obran como si fueran los enemigos más encarnizados de él, doña Rosario de Acuña no ocupa el puesto de honor que merecía. Baldón es ello, y no pequeño, para los que ponen en los anhelos de redención, la misma superficial ligereza que pondrían en ganar una partida de balompié.

Eduardo Torralba Beci (Archivo Fundación Pablo Iglesias)
Eduardo Torralba
Pasamos a la cocina, una amplia cocina, limpísima. No había otra habitación mejor en la casa. «Cuando aquello de los estudiantes –nos dijo doña Rosario– empezaba a arreglar esta vieja casa solariega. Tuve que huir precipitadamente y refugiarme en Portugal (⇑). Al volver, todo estaba devastado. Aún no he podido arreglarlo. Eso cuesta mucho dinero, y no lo tengo.» 

No lo tiene. Doña Rosario es pobre, ciudadanos (⇑). Toda su hacienda consiste en aquella casa, la pequeña huerta que la circunda y una pensión de 75 pesetas mensuales. Nada más. ¿No es esto un dolor y una vergüenza? Doña Rosario de Acuña no pide una limosna. La inferiría una ofensa insufrible quien se la propusiera. Pero con el trabajo de su intelecto pudiera ganar una cantidad apreciable que la permitiera una más desahogada existencia, ¿No habéis leído recientemente, en este  mismo año y en el pasado, sus trabajos en «La Aurora Social», en «El Noroeste» y en algún otro periódico? Su estilo es hermoso, lleno de fuego, de vivacidad, de robustez. Hay en él un ardiente lirismo que 1a coloca al lado de los más preclaros poetas castellanos. Y hay, sobre todo –y por eso doña Rosario no está hoy inmortalizada en vida e incensada por todos los «botafumeiros» de periódicos y Academias–, una valentía de expresión y un varonil desgarro en la formulación de la idea, siempre atrevida e hiriente como una espada; una sinceridad y una verdad que no se ven ni aun en los escritores menos apegados al medio de hipocresías y contenciones a que obliga un mal entendido convencionalismo social. Y siendo así, que así es, no podemos explicarnos, no podemos justificar que periódicos y revistas que se dicen avanzados no soliciten y paguen una colaboración preciosa. Cuando hay tantos arribistas, tantos analfabetos, que viven, y viven muy bien, de lo que ganan escribiendo, es un crimen que doña Rosario de Acuña no tenga para su existencia más que los miserables 15 duros de pensión.

Había en nosotros una profunda amargura cuando oíamos esto. En doña Rosario, no. Estaba jovial, indiferente a todas las desdichas, inaccesible a todos los miedos, pronta siempre a todos los sacrificios. ¡Qué grande alma la suya! Cuando nos hablaba de lo de los estudiantes, que trastornó su bienestar, no había timbres de rencor en su voz. Una nota de gratitud, sí. Fue para D. Miguel de Unamuno (⇑), cuya pluma generosa fue la única que la defendió. Bien que no lo hizo en ningún periódico de España. Acaso ninguno de los que viven de no disgustar a la gran muchedumbre de gentes vulgares se lo hubiera admitido en aquellos momentos. ¡Si parece que aún, después de los años transcurridos, respiran todavía el ambiente de cobardía que entonces les infamaba! Don Miguel de Unamuno defendió briosamente a doña Rosario de Acuña en «La Nación», de Buenos Aires. Es ello un blasón honroso de Unamuno.

Jovial, nos hablaba doña Rosario de su miseria. Es mayor aún de lo que hemos dicho. La casa tendrá que pasar por una hipoteca, que no podrá levantarse, y sin ese postrero refugio se quedará esta nuestra abuela de la revolución. «Babuchsca» se quedará en el arroyo tendrá que ir por los caminos...

Con una serena placidez nos lo decía: «Cogeré un cerdito y me iré carretera adelante. Las buenas almas, por esos pueblos y esas aldeas, me darán un pedazo de pan, y yo les pagaré desgarrando con mis palabras la tiniebla en que yacen sus espíritus. Romperé su fanatismo. Las hablaré de lo malos que son el cura y el cacique y el acaparador y cuantos les mantienen en esa negra miseria moral que asesina a la población agrícola española.» Esta perspectiva trágica exaltaba a la admirable anciana. «Me echarán de un pueblo  e iré a otro, y a otro, y a otro, y así acabaré mi vida, en un apostolado humilde de la verdad y de la redención de España.» Y añadía, riendo: «¿Quiere alguno de ustedes acompañarme?...»

«Volveré a ver la España que estuve once años recorriendo a caballo (⇑), cuando yo era rica y joven, y veré las transformaciones que se han ido operando en ella.» 

La hablamos de las asociaciones socialistas que en los pueblos agrícolas se han ido formando. «Eso está bien, muy bien –nos argüía–; pero tendrán ustedes que pelear mucho contra el terrible enemigo eterno, contra la Iglesia. Vean los sindicatos agrícolas católicos... Siguen las mismas huellas de ustedes, y siempre haciendo daño. ¡Y como disponen del dinero!... Hay que hacer mucho, mucho, en esos pueblos contra el caciquismo y contra e1 fanatismo, que son los dos menstruos que los devastan.» 

Un giro de la conversación le dio ocasión de dedicarnos a los autodidactos elogios que hubieron de ruborizamos. Correspondimos refiriéndonos a la obra gigantesca que ella había realizado. «Es verdad-–nos dijo con una sinceridad simpática–; son dignos de admiración los que ascienden desde un estado inferior hasta el plano de una intelectualidad brillante; pero también lo son los que, habiendo nacido en un medio aristocrático, se desprenden de él para mezclarse con la clase que trabaja y que sufre, y luchar mezclados con ella por redimirla de su dolor.»

Volvió a pasar por nuestra mente el recuerdo de «Babuchsca», de Sofía Perovskaia, de aquellas heroínas de las revoluciones rusas desprendidas de una aristocracia abyecta para mezclarse con las capas más bajas del pueblo. Porque Rosario de Acuña desciende también de esa grandeza española, estúpida y degenerada. Se crió en la corte de Isabel II, donde aprendió a odiar las lacras morales de la clase dorada, de las que su alma está limpia.

«Siempre pensé –nos decía– que yo no tenía derecho a disfrutar de riquezas y comodidades que no había ganado, mientras había miles y miles de seres infelices para quienes la vida no tenía sino trabajos y penas. Hoy mismo, cuando en una fábrica próxima oigo tocar el pito que llama a las obreras al trabajo en las tibias horas de la madrugada, yo también dejo el lecho, porque no quiero ser más que ellas; no quiero disfrutar de lo que ellas, las infelices, no disfrutan. Y trabajo también.» Nos señaló el suelo, resplandeciente de limpieza. «Esta mañana, yo misma he fregado el suelo, he arreglado la casa, he trabajado en la huerta. Yo soy mi propia criada, y no necesito más.» Y repetía con un digno y honroso orgullo: «Yo también madrugo y trabajo...»

¿Cómo no hablar en los breves instantes de que disponíamos del movimiento de agosto? Doña Rosario al referirse a él tuvo un gesto de honda decepción. «Se ha malogrado el sueño de mis últimos años. ¡No he visto arder España por sus cuatro costados!...»

No está conforme doña Rosario de Acuña, testigo de las epopeyas revolucionarias de antaño, enamorada de las gloriosas hazañas de los pueblos en armas, con que la, masa, en agosto, se resignara a morir o a ir a la prisión. «Es terrible, sí –decía–, pero en toda revolución hace falta un poquito de sangre.» 

Nos dio una noticia preciosa; está escribiendo sus memorias. Las memorias que salgan de la pluma de doña Rosario de Acuña serán un soberbio monumento histórico y literario del pensamiento español. Sin embargo, la ilustre escritora dudaba de que haya un editor que se las admita y las publique. ¿Será posible?...

Corrían rápidas las horas. Era forzoso ya despedirse de la autora de «El padre Juan» y de «Rienzi, el tribuno». Nos despidió efusivamente. Y a la puerta de su casa –de aquella casa hipotecada, de aquella casa de donde la avaricia de algún ricacho sin entrañas la expulsará para siempre– estuvimos contemplando largo rato su noble figura. Erguida, majestuosa, flotando su modesta vestidura al viento, no sé qué salto de la imaginación nos hizo recordar a la Victoria de Samotracia. Pero en nuestro corazón había otro nombre, que repetía cada latido:

 «Babuchsca», santa y querida «Babuchsca»!...

E. Torralva Beci (1)

España Nueva, 16-5-1918

Nota

 
(1) En ocasiones, como es el caso, su apellido aparece escrito así.




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20 marzo

287. Un pionero llamado Luciano Castañón

 

Hace unas semanas, en el inicio del presente año, se rindió un nuevo homenaje a Luciano Castañón (Gijón, 1926-1987), a propósito de su novela Vivimos de noche, publicada sesenta años atrás. Al leer las crónicas del acto, no pude menos de pensar en un hecho que se suele repetir, en una omisión que a mí me parece relevante: cuando se le recuerda, casi nunca se menciona su relación con Rosario de Acuña. No se olvidan de sus novelas –como sucede en esta ocasión–, de sus trabajos sobre arte o de sus aportaciones a la bibliografía asturiana, pero no suelen decir que él fue uno de los artífices de la recuperación de la memoria de la ejemplar gijonesa que habitara la casa de El Cervigón.

Luciano Castañón fotogfrafiado por Joaquín Rubio Camín
 Luciano Castañón fotografiado por Joaquín Rubio Camín

Pues bien, a finales de la década de los sesenta del pasado siglo, cuando casi nadie en Gijón sabía quién era aquella mujer que daba nombre a una casa situada sobre uno de los acantilados del litoral gijonés, Luciano Castañón encontró una fuente de la que manaba información de primera mano. Por propia iniciativa o a instancia de Amaro del Rosal (asturiano exiliado en México que, junto a su equipo de colaboradores, estaba reuniendo material relacionado con la escritora, tal y como se contó en un artículo anterior ⇑) localiza a Aquilina Rodríguez Arbesú, una vecina de la parroquia gijonesa de Roces, que en su juventud fue amiga de Rosario de Acuña y de la cual conserva valiosos recuerdos (⇑).

Cuando la visitó por primera vez ya se dio cuenta de que su anfitriona era fundamental para recuperar la historia de aquella otra mujer, la que daba nombre a la casa de El Cervigón cuya silueta había formado parte del escenario cotidiano de sus juegos infantiles. Tanta fascinación sentía Aquilina por ella («me emocionaba el cariño que ponía en las palabras con las que mostraba su admiración por la escritora») que en su casa guardaba, como preciadas reliquias, diversos objetos suyos: cubiertos, rizos de pelo, «incluso una sábana que había pertenecido a la abuela de Rosario de Acuña»; también copias de algunos de sus escritos, cartas, textos manuscritos, entre los que se encontraba el testamento escrito por su mano y firmado en la ciudad de Santander el 20 de febrero de 1907...

Fue entonces, tras conocer la importancia de los materiales que se conservan en la casa de Roces, cuando informó de aquel descubrimiento a Amaro del Rosal, quien se apresura a enviar una carta a Aquilina para solicitarle la cesión de los textos y recuerdos que ella atesoraba («no nos guía otro propósito que el de sacarla del olvido y darla a conocer a la juventud de hoy...»). Sabedor del contenido de esta carta, pues desde México recibió una copia de la misma, a Luciano Castañón le corresponde la misión de intentar convencer a aquella mujer, casi octogenaria, de la importancia que  tendría la entrega de estos documentos. Debió de resultar convincente, pues en la actualidad todos ellos forman parte del Archivo Amaro del Rosal que se conserva en la Fundación Pablo Iglesias. 

Hubo un tiempo en el cual no sabía quién era ella, quien era la mujer que daba nombre a la casa que veía a diario cuando jugaba en la arena de la playa, la casa que visitó uno de los días de su infancia, la casa cuyo interior recorrió sin saber que estaba en la última morada de Rosario de Acuña.

«Como mi infancia transcurrió más en la playa que en el domicilio y en la escuela, resulta que el edificio donde residió Rosario de Acuña fue siempre como un destacado plinto en mi visión diaria desde la arena playera [...] La casa, erguida en lo alto del Cervigón, imponía su maciza silueta a cualquier hora del día mientras de niños jugábamos incansables y no indagábamos el porqué de su denominación –"Rosario Acuña"–, sin preocuparnos si la habitaban los dueños o la dueña, si había existido ésta, quién era o quién había sido»

Ahora sí sabía quién era, quién había sido, Rosario de Acuña. Él era uno de los pocos que contaba con datos, con papeles y manuscritos que aportaban información sobre esta madrileña que quiso vivir y morir en Asturias («A pesar de no ser asturiana, se encariñó con nuestra región»). Ordenó papeles, cuadró datos, consultó nuevas fuentes y, cuando consideró que contaba con una información relevante, se convirtió en uno de los primeros en divulgar la vida y obra de tan excepcional mujer.

A principios del mes de junio de 1980 pronuncia una conferencia en Gijón, en el salón de actos de la Caja de Ahorros de Asturias, con un título que parece evidenciar esa voluntad divulgadora, la pretensión de iluminar la memoria colectiva, de activar los recuerdos olvidados: «Algunas referencias a Rosario Acuña», con el apellido así escrito, que era como se solía denominar por entonces aquel edificio sobre el acantilado, convertido en topónimo habitual para buena parte de la población gijonesa: «Casa Rosario Acuña». Si esa era la referencia colectiva, de ella partiría.

Unos cuantos meses después, en febrero del año 1982, utiliza las páginas del periódico gijonés El Comercio, para contar las vicisitudes del procedimiento iniciado en el verano de 1923 –poco tiempo después del fallecimiento de la librepensadora– para que una de las avenidas de la villa llevara su nombre. Cuenta que en el Ayuntamiento se recibió una petición en ese sentido que había sido remitida por la asociación madrileña Fraternidad Cívica Femenina, que otras entidades locales se adhirieron a la misma, y que finalmente el pleno municipal aprobó que la carretera que une el puente del Piles con La Providencia pasara a llamarse oficialmente Avenida de Rosario de Acuña.

Nos habla también del descontento que tal medida provocó en algunos sectores gijoneses;  de la oposición del periódico El Principado, «boletín que en los años veinte editaba en Gijón el Centro Católico», que consideraba que el Ayuntamiento había accedido a una «sectaria solicitud de origen masónico»; y de la revocación por el Gobierno Civil  del acuerdo municipal tras el recurso presentado por algunos vecinos. 

Completa su escrito con dos nuevos episodios del proceso, con dos nuevos acuerdos municipales de sentido contrario: en 1931 se recupera el nombre de Rosario de Acuña para la avenida, y en 1939 se vuelve a eliminar (1).

Aunque en el escrito no haya una petición expresa en tal  sentido, creo que debería de darse por realizada por el hecho mismo de dar a conocer detalladamente tales antecedentes y hacerlo bajo el título «Una calle para la escritora Rosario de Acuña». 

Con todo, su mayor aportación aún está por llegar. En 1986 verá la luz un documentado trabajo que se incluye en el número 117 del Boletín del Real Instituto de Estudios Asturianos, con el título «Aportación a la biografía de Rosario de Acuña».

 

Se trata de una aportación muy valiosa, habida cuenta de la escasez de datos que existía por entonces acerca de la vida y obra de Rosario de Acuña: una cronología con los hechos más significativos de su biografía, una relación de sus obras y cuatro sonetos de gran significación, el que dedica a su padre tras su muerte ocurrida en 1883 y los titulados «A mi madre», «¡Asturias!» y «A Gijón», estos dos últimos aparecen incluidos en un apartado dedicado a su relación con la tierra en la que decidió pasar la última etapa de su vida. No falta tampoco el relato de su encuentro con Aquilina Rodríguez Arbesú, una reseña de su intervención en la ceremonia de inauguración de la Escuela Neutra de Gijón y un documento al que doy gran importancia: la transcripción de su testamento (⇑), que es la que aparece en la página Rosario de Acuña y Villanueva. Vida y obra, y de la cual recojo aquí las primeras líneas:
 
«En la ciudad de Santander a veinte de febrero de mil novecientos siete, yo, Rosario de Acuña y Villanueva, viuda de D. Rafael de la Iglesia y ¿Cruset- ¿Anset- ¿Auset (*), de edad de cincuenta y seis años, usando de las facultades que otorga el artículo seiscientos setenta y ocho del Código Civil, en relación con el seiscientos ochenta y ocho del mismo, hallándome en pleno uso de mi voluntad e inteligencia, hago este testamento ológrafo...»
 
A pie de página creí necesario incluir una nota a modo de agradecimiento, pues gracias a que no dio por buena ninguna de las posibles opciones, años después pude localizar varios documentos que aportaban información relevante acerca de su marido:
 
 (*) Luciano Castañón muestra aquí sus dudas sobre el apellido de quien fuera marido de la escritora. Otros, en cambio, optaron por dar por válida la opción «Anset», lo cual condujo la investigación a un callejón sin salida, pues no hay rastro alguno de «Rafael de la Iglesia y Anset»: no era ese el apellido.

Como he manifestado siempre que se presenta la ocasión (2) , creo que el proceso de recuperación de la figura de Rosario de Acuña Villanueva es una labor colectiva que se inició a partir de los años finales de la década de los sesenta del pasado siglo; y que fue entonces –gracias a la labor, entre otros,  de Luciano Castañón– cuando se abrió el sendero por el cual transitamos quienes, partiendo de sus fuentes, de sus datos y de sus escritos, nos dedicamos a continuar la tarea que emprendieron y que aún sigue abierta.
 
 
 Notas
 
 (1) Más detalles del proceso en el comentario 58. La avenida que da a la ermita (⇑)
 (2) Véase, por ejemplo, el texto de la conferencia que pronuncié en Club La Nueva España de Gijón el 6 de mayo de 2019 con el título «Rosario de Acuña, patrimonio colectivo. La recuperación de su valioso testimonio vital» (⇑)




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05 marzo

286. La jarca. Hay quien sale en su defensa

 

Le cayeron por todos los sitios. Hubo manifestaciones y asambleas organizadas por los estudiantes de las diez universidades que por entonces existían en España; también en buena parte de los institutos. La mayor parte de la prensa toma partido y, aunque en algunos se dice que no se ha leído el escrito, no dudan en hablar de  "justa indignación" de los estudiantes y en calificar el  artículo de "injurioso", cuando menos, pues hay periódicos que abren la caja de los calificativos sonoros, la reservada para los momentos especiales,  y hablan de «alcohólica», «cretina», «degenerada», y, ya puestos, algunos van más allá y utilizan no una, sino dos palabras unidas para describirla (⇑): «proxeneta roja», «engendro sáfico», «harpía laica»...

No faltan tampoco quienes se ven en la necesidad de manifestar que están muy lejos de las posiciones mantenidas por doña Rosario. Ahí está el caso de don Miguel de Unamuno (⇑), quien, enterado de que hay estudiantes que dicen que se ha adherido al espíritu del escrito, sale al paso de tales afirmaciones y afirma que ni ha leído el artículo ni lo piensa leer, pues le han dicho «que es groserísimo».

De ahí que sea de destacar el hecho de que haya alguien que se atreva a publicar un artículo en el cual, a pesar de que parezca que critica las formas empleadas (y hable de «metedura de pata» o de «imaginación extraviada»; luego resulta que ni eso), analiza el fondo del asunto, resituándolo, eso sí, en el ámbito de la perspectiva de clase, quizás más del gusto de los lectores de El Socialista («Órgano central del partido obrero»).



«Sobre el conflicto estudiantil», Tomás Rey

 

¡No, Sra. D.ª Rosario de Acuña y Villanueva; no, no y mil veces no!

Su artículo sobre los estudiantes, que tanto ruido, que tanta polvareda ha levantado, no tiene disculpa, y ni aun merece indulgencia.

Usted se propuso decir cuatro crudezas carreteriles, y, como el coronado poetastro cuando se empeñaba en hacer malos versos y lo conseguía a las mil maravillas, usted también ha conseguido lo que se propuso. 

En su alma enérgica y ardiente no caben paliativos ni medias tintas; está usted encariñada con la verdad, y, como todo espíritu valiente, ni sabe fingir ni mentir, porque su dignidad de mujer intelectual consciente está cien codos más alta que la ficción y la mentira. 

Supo usted por el Heraldo de Madrid que unos estudiantes –a las puertas mismas de la Universidad de Madrid– habían insultado y ultrajado de obra a unas bellas y delicadas señoritas extranjeras que cursaban en dicho Centro la carrera de Filosofía y Letras, con tanto derecho como el que más y honrando a España tanto como España les honrara a ellas, y que el Heraldo en su hidalguía había repugnado hecho tan bárbaro, calificando a sus menguados autores de «jarka estudiantil». 

España Nueva se ocupó también del lamentable suceso, bautizando a sus héroes con el nombre de «señoritos salvajes» y pidiendo para ellos un correctivo adecuado, primero por la acción coercitiva de las autoridades, y luego por la del desprecio público. 

La jarca de la Universidad tal y como apareció en El ProgresoUsted entonces, mi Sra. D.ª Rosario, alma intrépida y generosa, sin el tacto necesario para refrenar sus ímpetus viriles, esgrimió la péñola y, trazo por acá, trazo por acullá, arremetió contra toda la estudiantina en masa, como Don Quijote con los encamisados, sin dejar cosa con cosa ni títere con cabeza.

Es verdad que, hasta ahora, si revoltosos e inquietos siempre los estudiantes, desde aquellos tiempos ya lejanos, casi remotos, en que Víctor Hugo nos los presenta amotinados en la viña de Baas unas veces;  otras yendo a esperar la entrada de su muy temido Rey el Señor Don Rey; otras corriendo a la Fiesta de los Locos, a ver al infeliz que la coronaba con su aparición en la picota; otras asistiendo al Misterio en la Sala de Justicia del Buen Juicio de la Señora Virgen María... hasta el día en que, para bajarles la pimienta a los talones, un general ordenancista, pero muy humanitario, los hizo regar con las mangas de la Municipalidad, en evitación de más serios disturbios... los estudiantes siempre se distinguieron por su cortesanía, donaire y buen humor, conquistando aplausos y simpatías, especialmente del bello sexo, agradecido a sus finezas. 

Pero ahora, en el siglo XX, ante los esplendores de una civilización completa y en el centro de una de las capitales más ricas de Europa, unos cuantos estudiantes acometen a otras estudiantas porque, según su ruin modo de pensar, dispútanles el pan (!) con su concurrencia al estudio; sin ver, o sin saberlo siquiera, que los mismos animales –como dice muy bien la señora de Acuña– distinguen a sus hembras dejándolas alimentarse mientras ellos esperan pacientemente las sobras que ellas les abandonan. 

¡Ah! Pero, al decir esto, monta en el indómito corcel de su indignación exaltada y hace lo ya hecho y que, por cierto, no es aplaudible. 

 * * *

Por solos estos únicos datos para el conocimiento fiel del conflicto hoy en litigio, podríase creer que esa señora era alguna desenvuelta virago, émula de las calceteras de la Revolución francesa y de las verduleras de Madrid cuando se encorajinan y rebelan contra la tranquilidad y el orden. 

Pero, ¡ah!, la señora de Acuña no es eso: está muy lejos de serlo. Y, si no, escuchad este episodio:

En Las Dominicales del Libre Pensamiento, en aquel periódico en que tanto laboró el actual alcalde de Madrid desde sus primeras mocedades, en unión del malogrado García Vao, de Chíes y Demófilo, a quien Prim prohibió escribir en él, a pretexto de que era militar, conminándole con este anatema: «O la espada o la pluma», y a quien Demófilo contestó, entregándole aquella en el acto: «La pluma»; en aquel periódico, tan grato a las muchedumbres, leí un artículo de doña Rosario de Acuña, su colaboradora asidua también, que me conmovió hondamente, porque estaba escrito con lágrimas y suspiros. 

Después de tantos años transcurridos –treinta seguramente, y sin el texto a la vista ni más auxiliar que mi vieja y ya débil memoria–, no es fácil que yo pueda reconstituirlo cual quisiera. No obstante, procuraré ofrecer de él aunque no sea más que un pálido bosquejo. 

Tenía en su jardín doña Rosario un aguilucho, criado por ella misma con el mayor esmero; y teníalo sujeto con una cadeneta a una argolla, que todo se lo permitía: moverse, andar, saltar con vuelo corto; todo, en fin, menos su deserción. 

Pues ¿quién sujeta al coloso de los aires, al dominador audaz de las alturas pavorosas, al águila caudal que desde su trono de nubes y mirando de hito en hito al Sol contempla con desdén la Tierra y la desprecia porque le parece ruin?

Y un día ocurrió que el pajarraco, sin saberse la causa, apareció medio cautivo, medio libre. La argolla se había soltado de su encaje, y el travieso aguilucho comenzó a remontar el vuelo, y, cuando su ama llegó, ya se cernía en la atmósfera, ofreciendo un espectáculo conmovedor. El animal anhelaba su libertad, y en busca de ella iba locamente. Pero como la cadeneta y la argolla le impedían volar, pues llevaba su cárcel por castigo, y, además, su colgante peso contrariaba su deseo, el infeliz fugitivo iba más cautivo que lo estuvo nunca, trabajando en el espacio con esfuerzo fiero, graznando doloridamente y sufriendo, en fin, el tormento de que ya no le sería dado liberarse y en el cual perecería sin remedio, triste víctima de la esclavitud y el dolor. 

Figuraos la angustia de amantísima dueña llamando al desertor con cariñosos acentos, de él tan conocidos, sin que el desdichado diese muestras de oírlos, y figuraos asimismo el intenso dolor moral de aquel espíritu tan fuerte, tan intrépido, tan enérgico, consumiéndose en la llama del sentimiento al ver penar de modo tan amargo al pobre bicho a quien sin duda hubiera rescatado al precio de cualquier sacrifico. 

Y esto contado por la pluma brillante de tan idónea escritora, no por la mía desmazalada y burda y sin el relieve emotivo de la contemplación directa, creedlo, arrancaba lágrimas de los ojos y levantaba los pechos con suspiros. En el profundo sentimiento que la dominaba, increpaba al pajarraco inconsciente llamándole ingrato y cruel. 

* * *

Doña Rosario de Acuña y Villanueva y otros más apellidos que revelan su abolengo aristocrático, puede compararse con aquel marqués de Albaida por cuyas venas circulando sangre real –la sangre de los reyes de Aragón–, no quiso llamarse nunca más que por su nombre patronímico: José María Orense; por más que Castelar, demócrata como él, más no pareciéndolo como él, siempre lo fue y lo pareció; republicano a lo Carnot y Rooselvet, a quienes nunca cupo la majestad en el pellejo, le apellidase siempre marqués; título, que dadas la convicción y sinceridad de sus ideas políticas, debía de halagarle  tanto como a Luis XVI el de Capeto cuando con él le saludaban sus carceleros del Temple.  

Ambas popularísimas entidades –la de Acuña y Orense– tienen muchos puntos en contacto. Entusiastas de la libertad, odiadores de la tiranía, siempre lucharon con ésta frente a frente, sin rendirse al temor ni al peligro, al punto de retar Orense a Narváez a duelo personal cuando éste se hallaba en la plenitud de todo su despotismo, y de morir, por fin, consecuente con todos los honrosos actos de su vida, dando ejemplo de fidelidad y de constancia a tránsfugas y traidores, para su confusión y vergüenza. 

Lo mismo viene haciendo D.ª Rosario de Acuña, con la perseverancia de una heroína y el fervor de un apóstol.

No hay que extrañar, pues, que ante estos temperamentos de varonil energía y de constancia poco común en la defensa de sus ideales, la señora de Acuña haya extremado su ardoroso celo, defendiendo tan decidida y desinteresadamente a las contrariadas presuntas doctoras. 

 

Cuanto a lo que a España concierne, no necesitó que del Oriente le viniese la luz del Doctorado femenino para que, tanto en la metrópoli como en sus inmensos dominios coloniales, tuviese la mujer –desde Santa Teresa y La Latina hasta las dignas señoras que en la ciencia médica ejercen su profesión con honrosísimos pericia y celo, respetadas por sus colegas del sexo opuesto – amplia y legítima representación en la esfera científica del mundo. ¿Ni quién que esté someramente advertido de las relaciones sociales que al feminismo atañen pondrá en duda la delicada probidad, la austera rectitud y el profundo respeto al derecho ajeno, en el ejercicio de sus cargos profesionales, de la mujer intelectual consciente?

¡Ah! Tuviéramos doctoras en otras ciencias, especialmente en la que requiere la atención profunda y seriedad honrada de la mujer, por tratarse de la que implica la paz de las familias y el orden en toda sociedad bien gobernada, y ¡cuántas incorruptibles Porcias ocuparían el puesto de tantos rábulas hambrones como, amasando su ignorancia con su gula en los bajos fondos de profesión tan benemérita, venden honor y conciencia por el tradicional plato de lentejas y en contra del que en ellos busca luz y amparo a su derecho!

* * *

A los estudiantes prudentes, comedidos y sensatos que han suscrito el comunicado inserto hace unos días en España Nueva, y al que muy poco hay que pedirle en seriedad y corrección –pues empiezan a por homologarse con los «ilustrísimos HOMBRES de la clase proletaria española», loados por Rosario de Acuña con ditirambos madrigalescos engendrados en una imaginación extraviada por un momento, pero sin que les concedan preeminencia alguna, reivindicando solo la más perfecta igualdad con mineros y próceres–, les diremos que han dado un alto ejemplo de confraternidad social al proclamar esa igualdad de clases que los gobiernos no han sabido o no han querido recomendar desde la altura del poder, y que les hace (a los estudiantes, no a los gobiernos) depositarios de pensamientos sociológicos tan altos y tan hondos como hasta ahora, y con motivo de la controversia suscitada por la señora de Acuña, no habían salido de tan explícito modo a la luz de la discusión.

De este altísimo ejemplo de las costumbres todas, de que hay que tomar nota para que «los señoritos de la clase media» no hagan ascos ni escupan cuando pasen los poceros a su lado, y que a los tales comunicantes eleva muchos grados sobre el nivel vulgar de los que como ellos no piensan, pero que ya no han de atreverse a manifestarlo paladinamente, surgirá—no hay que dudarlo— un tan perfecto derecho a la igualdad social como todos los discursos de relumbrón, como todos los artículos de todo código fundamental, hasta ahora, no han logrado fijar, ni menos consolidar, como es notorio.

¡Loor, pues, a esos jóvenes estudiantes, que con una frase han creado un derecho nuevo que nadie ha de ser ya osado a cercenar ni mutilar, cuanto menos a proscribir! Y si ese derecho se establece sobre las ruinas de una horrible desigualdad que llena las cárceles y pone en contacto con los sables de los guardias y los garrotes de la Policía las cuitadas costillas—machacándolas y desencuadernándolas horriblemente—de los proletarios en cuanto piden algo de lo mucho que les niega una sociedad hipócrita y avara, mientras a los estudiantes los mima y considera, sin más razón que la de honrar al apellido, el principio de esta revolución pacifica será tan provechoso como los sacrosantos inmortales de 1789.

Ahora sólo falta que el pueblo no deje mal a D.ª Rosario de Acuña; que el pueblo, comprendiendo el trabajo que a nuestros gobiernos cuesta proporcionarle medios de instrucción—pues todas sus promesas, sin distinción de partidos, quédanse en promesas—, procure instruirse por sí mismo, leyendo hasta los papeles del suelo, oyendo con atención al que sepa más que él, despreciando la taberna, las garrulerías periodísticas y las diversiones sangrientas y dedicándose con vida y alma a su regeneración individual. 

 ¡Ah! La semilla que han echado en el surco de la cultura patria esos iluminados estudiantes fructificará, fructificará...¡Vaya si fructificará!... 

Mientras tanto, permítaseme una digresión, que no es más que el complemento de lo que, respecto a este punto concreto, acabo de exponer. 

Decía el señor ministro de Instrucción pública, al recibir en la amable charla consuetudinaria a los periodistas hace dos días: 

«La conducta observada por los estudiantes en este conflicto me ha dejado satisfecho; pues la cordura y sensatez con que se han conducido en todos sus actos demuestran una vez más que sólo a elementos extraños a ellos puede imputárseles el afán de interrumpir la normalidad académica.»

¡Por vida del... oro de la reacción, iba a decir, que el señor ministro resucita cuando ya lo creíamos todos muerto y sepultado!

 Porque, vamos a ver. ¿A quién aprovecha  –Cui prodest?– esa interrupción de la normalidad académica? ¿A quién? 

Y más adelante:

«Este noble proceder actual de los estudiantes me coloca en una situación airosa para el estudio de las conclusiones que se tomaron en la Asamblea recientemente celebrada; conclusiones que serán atendidas en su mayoría.»

 Recuérdese que en la primera sesión con que se inauguró esa Asamblea, presidida por el mismo señor ministro, éste fue interrumpido repetidas veces por los estudiantes, y el ministro, siempre amabilísimo –por algo se llama Amalio–, no se dio por entendido y siguió tan amable como de costumbre. 

Y aquí vienen mis preguntas sueltas. 

Si en vez de estudiantes hubiesen sido obreros –esos obreros con quienes pretenden igualdad los estudiantes comunicantes en el pleito con D.ª Rosario de Acuña– los interruptores del señor ministro, ¿qué hubiera sucedido? y en el temblor de mis carnes callo como un muerto y dejo la reflexión al mismo señor ministro. Las carnes se me tiemblan solo de pensarlo... y en el temblor de mis carnes callo como un muerto y dejo la reflexión al mismo señor ministro.

¡Benditos esos estudiantos que quieren la igualdad con los trabajadores; porque, si la consiguen como la piden, la clase obrera se habrá redimido de muchas cárceles, de muchos sablazos de los guardias y de muchos garrotazos de la policía que les machaquen y desencuadernen las costillas!

* * *

De lo muy poco que hay que reprochar en el comunicado en cuestión, es sólo un inciso, 

En el calor de la batalla y sin consideración tampoco a la hembra, se menosprecia a la autora del artículo, se protesta contra su prosa vil, y se la manda escribir en verso, para que en éste no resulte el asunto tan envilecido como en la susodicha prosa

Ahora bien: esto ¿es ironía o inconsciencia? ¿Saben los autores de ese comunicado eminentemente correcto, equitativo, democrático –como que en él se ofrece nada menos que inquirir el origen del pavoroso conflicto y someter a un tribunal de honor a sus malhadados dos autores–, que mandar escribir en verso a la señora de Acuña equivale a enseñar a una madre a amamantar a sus hijos? 

Vean, si no, cuál maneja el metro y el estro esa inspirada poetisa: Trátase de un soneto bañado en las puras y cristalinas aguas de la Fuente e Hipocrene, no en los arroyuelos explotados por los poetas reformistas o modernistas, con miedo al endecasílabo majestuoso y al consonante cuádruple, que nunca se lo tuvieron –ni doña Rosario de Acuña tampoco– Cervantes y Calderón, Lope de Vega y Quevedo, ni todos los demás poetas de nuestro Siglo de oro, como puede verse en el siguiente, colocado por la autora de Rienz1 el tríbuno en boca de su protagonista: 

Oh!, libertad, fantasma de la vida, 

astro de amor a la ambición humana 

el hombre en su delirio te engalana, 

pero nunca te encuentra agradecida.

Despierta alguna vez, siempre dormida 

cruzas la tierra, como sombra vana; 

se te busca en el hoy para el mañana, 

viene el mañana y se te ve perdida.

Cámbiase el niño en el mancebo fuerte y 

piensa que te ve ¡triste quimera! 

Con la esperanza de llegar a verte

ruedan los años sobre la ancha esfera 

y en el último trance de la muerte, 

aun nos dice tu voz, ¡espera, espera!

Se dice –tapándose la cara con las manos y mirando por entre los dedos como las hipócritas gazmoñas–que el artículo en cuestión ataca las costumbres públicas y ofende la moral. Pero yo no veo esa ofensa más que de un modo relativo; no es la ofensa reducida al empleo de unas cuantas palabras raras, sin enlace ni concatenación en un cuento erótico, lo que da cuerpo y vida a u un relato deshonesto; no es la frase carnal y escueta, como tantas que se ven y que no pueden leerse delante de niños o de sus madres, como tres que iba a citar y ya no cito, porque, en medio de su aparente ininocuidad, yo las considero pestíferas en extremo. 

A la vista tengo un libro –Las Meditaciones del P. Luis de la Puente– donde este místico escritor usa con la mayor naturalidad la más dura y cruda de las palabras que tanto han escandalizado en el artículo de D.ª Rosario de Acuña. 

Y en nuestros clásicos, con especialidad en Cervantes y Quevedo, haciendo gracia al lector de Las Partidas, se hallan a montones esa y otras parecidas. ¡Conque no hay para tanto, y más aquí donde el órgano oficial del Gobierno, la Gaceta de Madrid, en cuerpo y alma, ha habido día que ha sido exornada con el vocabulario –infame, que diría Dumas, de Bicêtre y de la Conserjería– de los lupanares y presidios.

En esa Gaceta, hecha por concurso público, se llama al pan pan, y al vino vino. ¡Pero qué pan! ¡Pero qué vino! 

¡Con decir que La Época llegó a afirmar que, entre toda la prensa española ningún periódico tenía la exclusiva para hablar desvergonzadamente más que la Gaceta oficial, creemos estar dicho todo! (1)

* * *

Y ya conocida la mujer por sus obras, véase lo que dicen los hombres de la escritora

Don Peregrin García Cadena, crítico teatral el 12 de febrero de 1876 del periódico El Imparcial, decía lo siguiente el día 13 inmediato al estreno de Rienzi el tribuno en el Teatro del Circo por la compañía dramática dirigida por el que fue gran actor Rafael Calvo(2)

«Una poetisa de fibra viril; una poetisa que sabe hacer algo más que pulsar las cuerdas laxas de la lira degenerada de Safo; una poetisa a lo Gertradis Gómez de Avellaneda, que sabe encontrar los acentos de la pasión y mover los afectos del corazón humano; una poetisa, en fin, que encuentra en su inspiración el calor del lenguaje de todos los entusiasmos y les da movimiento y vida, es un hallazgo sorprendente en estos tiempos en que el numen vigoroso se aposenta en unos pocos espíritus de varón.» 

Ya lo veis, estudiantes simpáticos del comunicado, que en alas de vuestra indignación, justa pero poco iluminada, queríais que hablara en verso, para no deshonrar con su pluma la vil prosa, la que desde sus más tiernos años fulgura en la alta esfera del Parnaso como poetisa consagrada. 

«Y este hallazgo –sigue diciendo el tan competente crítico teatral– lo hemos hecho el sábado por la noche en el Teatro del Circo. La poetisa inspirada se llama Rosario de Acuña, y la obra en que nos ha revelado su intuición de los grandes movimientos del alma y la energía de su talento creador es un drama en que figura como protagonista el último tribuno romano, y en el que se desenvuelve un poema basado en el patriotismo, inspirado en la historia de as ardientes luchas de la Libertad.»

Y continúa: 

«Lo repito: la señorita de Acuña es un espíritu viril que aborrece el feminismo en materia de poesía. Su primera obra dramática ha sido un alarde de fuerza poética de naturaleza muy imprevista, y es preciso reconocer que las personas que entre la distinguida concurrencia que asistió en la noche del sábado al Tentro del Circo, sin conocimiento de causa, con el propósito de sostener el paso vacilante de la neófita con los andadores de la galantería, debieron quedar grandemente sorprendidos al ver que la bella poetisa podía enseñar a andar al más pintado.» 

Y concluye la transcripción: 

«En suma: la creadora del Rienzi es un autor dramático, recién salido de la infancia, que esconde bajo las apariencias de un ángel la energía avasalladora de un espíritu varonil, y que viene inopinadamente al palenque del arte con todos los bríos de un adalid acostumbrado a los trances más arduos del combate, El público ha saludado con asombro su peregrina aparición, y yo la envío también en estas líneas la expresión de mi simpatía. Apariciones como la dela poetisa Rosario Acuña son raras en el mundo del arte, y es preciso envolverlas en una atmósfera de cariño y de admiración, si este calor es para ella condición de realidad palpable y de progreso esplendoroso.» 

¿Lo ven ustedes, jóvenes estudiantes, como D.ª Rosario de Acuña era alguien? Pues ya que  s son conocidas la mujer y la escritora, sin pasión y sin rencor juzgad a la escritora y a la mujer...

Tomás Rey

3 de diciembre de 1911

El Socialista, Madrid, 15 de diciembre de 1911


(1) Ya hablaremos de esto detenidamente, Como que ese contrato se ha rescindido por incumplimiento del adjudicatario y la fianza afecta al compromiso quebrantado, de 250.000 pesetas, no ha vuelto al Estado, como debiera haber vuelto y nosotros haremos que vuelva (nota del autor).

(2) Ciertamente, la crítica del señor García Cadena se publicó en el diario madrileño El Imparcial, pero no fue en la edición del domingo 13, sino un día después,  dentro de la sección «Los lunes de El Imparcial».




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