10 septiembre

21. El escrito que provocó su reacción


A finales del mes de noviembre de 1911 a Rosario de Acuña se le torció la vida. La aparición interesada en uno de los periódicos de Lerroux de La jarca de la Universidad (⇑), un artículo suyo que la escritora había enviado a su amigo Luis Bonafoux y que éste había publicado en El Internacional de París, desató las iras de los universitarios españoles que fueron intensificando sus protestas en las calles hasta que consiguieron que la Fiscalía interpusiese una querella contra la escritora y los jueces dictasen una orden de búsqueda y captura contra ella, que bien hubiera dado con sus cansados huesos en la cárcel de no haber huido a la vecina tierra portuguesa.

El origen de todo este asunto se encuentra en el escrito de Cristóbal de Castro que con el título «Por honor de la Universidad» publicó el Heraldo de Madrid del día 14 de octubre de 1911, que se transcribe a continuación:

Fragmento del texto escrito por Cristóbal de Castro

El suceso probablemente es ignorado por del claustro y de los estudiantes, ya que los mozalbetes que con él se ha envilecido, como se verá, no merecen el trato honroso de sus compañeros.

A la Universidad Central acuden –o acudían, mejor dicho- seis señoritas que cursaban en la cátedra de Literatura General y Española. Estas seis gentiles alumnas -dos francesas, dos españolas, una alemana y una yanqui- concurrieron desde el primer día a su clase sin que se les pasara por sus mientes que iba a ocurrir lo que verá el curioso lector.

No bien entraron por los claustros se promovió una expectación inusitada, que si no sorprendió bastante a las españolas -al fin y al cabo acostumbradas a los piropos y a los chicoleos del país-, sí hubo de molestar a las extranjeras, hechas a que los estudiantes de otros países miren, vean y callen prudentemente.

Dentro de clase ya, la mayoría de los alumnos se comportaron como en ellos es proverbial, descaradamente. Pero unos cuantos zamacucos de esos que están pidiendo a veces la policía del tabor, comenzaron a propasarse en términos indecorosos. Al día siguiente, una de las alumnas extranjeras dejó, indignada y ofendida, de asistir a clase, por ser en la que más innoblemente se cebaron las groserías de unos pocos.

Esta peña de mozalbetes mal educados, tan audaz con mujeres solas o indefensas, hubo de refrenarse en días sucesivos por la enérgica intervención de varios estudiantes, dignos del nombre. Pero, tenaz en su porfía soez e hipócrita en sus artes de esquivar cuestión, decidió acechar a las alumnas en la calle, y ultrajarlas, cuando sus compañeros no lo vieran, impunemente.

Dicho y hecho, así aconteció. El grupo de tenorios vergonzantes -conocido ya, propiamente, por la jarca- situose en la esquina y en acecho. Bien pronto una de las señoritas pasó ante el grupo, tan ajena, y en menos que se dice la rodearon, vejándola con un vocabulario de burdel e intentando ofenderla también de obra. La pobre señorita -que, por añadidura, es extranjera- lloraba, con sus libros bajo el brazo, el error de venir a España a estudiar en la universidad de más renombre.

Los de la jarca proseguían formando corro, insultando a la que lloraba, como si en vez de una mujer indefensa y sola se tratase de un batallón en pie de guerra; tales eran sus bríos y heroicidad. Y así hubiera seguido el espectáculo, cercano a la Universidad y en plena tarde, con el público testimonio de una calle tan pasajera como la calle Ancha, si no acierta a pasar arreando su carro un carretero.

El cual, viendo a unos señoritos muy compuestos vituperar a una mujer al extremo de hacerla llorar, se entró, dando codazos y empujones, por el corro, ya que en punto a improperios e interjecciones con solo oír algunas se declaró vencido.

Este Lohengrin de boina, que en vez de la barquilla con el cisne lleva un carro con tres mulas manchegas, es un hombre admirable que ha dado una lección inolvidable.

Sabemos que los pocos estudiantes que conocen suceso tan bochornoso están noblemente indignados, y que cuando lo sepan los demás se indignarán por el baldón que les infirieron. Y esperamos que así el ministro de Instrucción, como el rector y el claustro, acudan al remedio de tal vergüenza.

Parece que la señorita a quien ultrajaron ha escrito a algún periódico de su país la emoción de una escena tan infamante para el nuestro. Es, pues, indispensable un desagravio tan sincero como inmediato y patriótico. Porque el honor de la Universidad española no puede estar en manos de cuatro mostrencos

Es de imaginar cómo se puso Rosario de Acuña tras leer las anteriores líneas. No debió pensar mucho qué hacer: cogió la pluma y soltó lo que soltó. Con lo que ella no contaba es que su artículo, escrito con palabras viriles como ella misma diría, sería aprovechado por personas interesadas en caldear el ambiente; tampoco con el hecho de que por entonces se celebrara en Madrid una asamblea de estudiantes con representantes de todas las universidades españolas... Total, que contar públicamente lo que pensaba de la vil agresión a que fueron sometidas aquellas mujeres, lejos de concitar el apoyo de, al menos, una parte de sus conciudadanos, lo que le acarreó fue padecer dos largos años de exilio.




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