11 octubre

25. «También era mucho hombre esta mujer», por Roberto Castrovido


Fotografía de Roberto Castrovido publicada en 1931Ha descansado, al fin, la señora doña Rosario de Acuña y Villanueva (⇑) de larga vida y combatida, trabajosa, aflictiva ancianidad. Puede aplicársele con justicia la frase de D. Nicasio Gallego a otra poetisa española: «Era mucho hombre esta mujer». Era la mujer fuerte de las Escrituras. 

Sé por referencias y lecturas que Rafael Calvo estrenó en el teatro Español en la temporada 1875-76 el drama en verso Rienzi el tribuno (⇑). La autora, una jovencita bella, elegante, de familia noble, fue aclamada. La crítica la diputó poetisa insigne, reemplazadora y sucesora en el parnaso castellano de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Carolina Coronado. La madrileña Rosarito escribió en verso y prosa, siempre de triunfo en triunfo, sin que le faltara el coro de entusiastas. La audacia de su pensamiento y la sinceridad de su estilo arrancaron a comentadores tímidos esta exclamación: «¡Qué lástima de muchacha!» Hacía hasta gracia la travesura ideológica de la joven. «Ya reaccionará con los años, ya vendrá al buen camino», pensaban los hombres graves y escribía don  Manuel Cañete, expresión crítica de la gravedad.

No acertaron. La Acuña les dio un chasco tremendo el año 1881. Aparecieron Las Dominicales del Libre Pensamiento, y con sorpresa y disgusto supo la buena sociedad que Rosarito escribía en aquel semanario, con Ramón Chíes, Fernando Lozano, Francos Rodríguez, Salvador Sellés, Odón de Buen, Dorado y un cura renegado. ¡Qué horror! ¡Chitón! Desde entonces, el silencio envolvió a doña Rosario de Acuña. Y primero maliciosamente, después por costumbre, se olvidó a la grande escritora.

Estrenó antes de 1890 un drama en el teatro de la Alambra, El padre Juan (1) , muy inferior, a la verdad, a Rienzi el tribuno, y en el teatro Español estrenó en 1893 un dramita en un acto y en verso, inspirado en la campaña de Melilla. Es ahora de lamentable actualidad.

Y desapareció de Madrid doña Rosario. En las cercanías de Santander, en Cajo (2) , a la orilla del mar, vivió años y sin dejar de escribir, como si la leyeran, como si la recordaran. En El Cantábrico escribió una serie de notabilísimos artículos describiendo la vida aldeana y adoctrinando a los rústicos para que no despreciaran la higiene. La Sociedad de ese nombre y el Consejo de Sanidad harían obra beneficiosa editando un folleto de poco coste para divulgar los artículos de doña Rosario de Acuña.

Escribe en un diario de Barcelona un artículo que (3) , mal comprendido y maliciosamente explicado, levanta contra la ya vieja escritora a una clase juvenil y generosa; procesada, emigra a Portugal, donde vive algún tiempo. Y después de 1909 (4) , que es la fecha de esta andanza, habita una casita elevada sobre un promontorio en las cercanías de Gijón, tan cerca del mar, que en los temporales, cuando el tiempo embravece las olas, parece un islote y un barco de náufrago el palacete de doña Rosario.

En Madrid, silencio, olvido, la muerte; más allá, en Asturias, no la dejan vivir en paz. Murmuraciones, calumnias, silbas infantiles –lo que más apenó a la buena mujer–, pedreas, conatos de incendio. No retrocedió, no se abatió. La madrileñita tenía un ánimo de pórfido. Cuando la huelga general, la casa de la señora Acuña fue registrada varias veces: con las culatas golpeando en las paredes y en los suelos, buscaban escondrijos de armas. Falsas denuncias obligaban a nuevos registros y provocaban amenazas de detención. Acudió a mí doña Rosario, y escribí al señor general Burguete, con quien desde 1899 me une una buena amistad; me atendió, y por telégrafo me dijo que doña Rosario de Acuña sería sagrada para él. No se la volvió a molestar.

Vino a Madrid, y asistió, del brazo de Nakens, a la manifestación a favor de la amnistía para los del Comité de huelga. Entonces la conocí personalmente. Era una viejecita simpática, menuda, ágil, de mirada viva, juvenil, de habla suave, de modesto porte. Una señora, toda una señora.

Era muy simpática. Su charla era amena, tenía gracejo, ni sombra de petulancia, juzgaba pronto y bien, sin tapujos, sin concesiones y también sin atrevimientos groseros. Era, lo repito, toda una señora.

Asistió al mitin aliadófilo celebrado en la plaza de toros, y marchó a su sanatorio -así lo llamaba ella- de las cercanías de Gijón. Marchó para no volver.

Supe de ella con frecuencia. Nunca en sus cartas se quejaba. Su tema era la política y las letras. Amigos de ella y míos me escribían de sus enfermedades, de sus cuitas, de su miseria, de las persecuciones de que era víctima. Tan apremiantes y dolorosas fueron una vez esas quejas que sobre la suerte de doña Rosario me enviaban, que hube de escribir a varios amigos de Asturias. Me oyeron, y don Melquíades Álvarez, con otros correligionarios suyos y amigos míos, acudió en auxilio de doña Rosario, quien entonces me escribió por primera vez acerca de su situación, dudosa sobre la aceptación del auxilio.

Escribió en el número extraordinario de El Motín homenaje a Nakens, y El Pueblo, de Valencia, ha publicado su último artículo [se refiere al titulado «Castañas asadas» (⇑)], hace unos meses.

Respeto, por lo menos respeto, merece una mujer que, pobre, aislada, combatida por unos y olvidada por los más, se ha mantenido fuerte y austera, sin cambiar por benevolencia, atenciones y cuidados, abdicaciones. Se comprende tal entereza en un hombre; pero es más admirable en una mujer y en una poetisa, en una literata. Cambiar por ditirambos la censura hosca cual un gruñido y el silencio desalentador es tentación muy perdonable. Resistirla llega a lo heroico.

Tan espeso ha sido el silencio envolvedor de la escritora, que para romperlo ha sido necesaria la muerte de la mujer.

La Voz, Madrid, 9-5-1923
La Democracia, Zaragoza, 12-5-1923
El Motín, Madrid, 19-5-1923
El Pueblo, Valencia, 30-5-1923



Notas

(1) En realidad, la primera –y única– representación de El padre Juan tuvo lugar el 3 de abril de 1891.

(2) Fue en Cueto, primero, y en Bezana, después.

(3) Se trata de «La jarca de la Universidad (⇑)».

(4) Tanto la publicación del artículo en las páginas de El Progreso como las protestas estudiantiles tuvieron lugar a finales de 1911.






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