17 septiembre

129. «Rosario de Acuña», por Ramón de la Huerta Posada


Grabado del autor publicado en el semanario El Álbum Ibero Americano, 22-1-1896
Ramón de la Huerta Posada (Llanes, 1833- Madrid 1908), tras estudiar la carrera de Leyes en la Universidad de Oviedo, se trasladó a Madrid donde desempeñó una larga carrera en la administración pública, por cuyos «extraordinarios servicios» le fueron concedidos en 1892 los honores de Jefe Superior de Administración civil, con motivo de su jubilación.

Compaginó esta dedicación a los asuntos públicos con su actividad literaria de la cual, dejando aparte alguna obra editada, han quedado numerosas colaboraciones en diversos periódicos y revistas como La Ilustración Española y Americana, El Oriente de Asturias o El Álbum Ibero Americano. Fue precisamente en este semanario donde publicó la serie La Mujer. Semana a semana, siguiendo un riguroso orden cronológico,  Ramón de la Huerta fue trazando los principales rasgos biográficos de algunas de las mujeres que, en su opinión,  más se habían significado en la sociedad, ya fuera por su ascendencia o por su trayectoria. En el mes de agosto de 1896 le llega el turno a nuestra protagonista. He aquí el texto a ella dedicado:



Rosario de Acuña Villanueva de Laiglesia, nacida en Madrid en 1851 [véase la transcripción de la Partida de bautismo (⇑), donde se señala que su nacimiento tuvo lugar el 1-11-1850] no pudo recibir esmerada educación a causa de una grave enfermedad en la vista, que la tuvo casi ciega hasta la edad de dieciséis años. No obstante, su afición a toda clase de estudios, y con especialidad a los literarios, le hacía quebrantar los preceptos facultativos, que la prohibían toda clase de lectura, y más de una vez la sorprendió su familia llenando cuartillas de papel con renglones desiguales, que su padre, don Felipe, leía a hurtadillas, para no aumentar el entusiasmo que sentía su hija por el cultivo de la gaya ciencia.

Curada de aquella enfermedad, pudo entregarse de lleno a su pasión favorita, y pronto se la conoció por sus composiciones líricas en la república de las letras. Pero, sin detenerse en las nebulosas regiones del subjetivismo, vago y sentimental, de las primeras ilusiones, se levantó osadamente en alas de su poderosa intuición, sintiéndose con bríos para mover los resortes de las pasiones humanas y sorprender las lachas de la vida y, no contentándose con pulsar la quejumbrosa lira de las Saphos de nuestro siglo, porque sentía que una fuerza superior a su sexo y a su edad la impelía a calzar el coturno trágico, la representación, verificada en la noche del 12 de febrero de 1876 por la compañía que dirigió el inolvidable Rafael Calvo, en el teatro del Circo de esta corte, de su drama Rienzi el tribuno, en que dio una evidente señal de su abundante vena poética y de su feliz inspiración dramática; en que resuenan los acentos del patriotismo; en que lanzan sus gritos ardientes y desgarradores el entusiasmo o la nostalgia de la libertad; en que el contraste de la pasión amorosa abraza los extremos del bien y del mal, estudiada en sus móviles más puros y adivinada en sus resortes más maravillosos; en que todos los elementos, que intervienen en la acción son de tal naturaleza, que requieren la fuerza creadora de un espíritu viril; en que abundan las imágenes valientes, los rasgos grandemente humanos, las situaciones con brillantez sentidas e imaginadas, y la sublimes bellezas, que no desdeñaría un verdadero dramaturgo, poseedor de los secretos del arte y acostumbrado a los laureles escénicos; en que el genio centellea en medio del caos, porque la poetisa madrileña, sin que le espantase el peso que sobre sí echaba, supo hallar, en su talento, esfuerzo suficiente para expresar las pasiones, los entusiasmos, loa siniestros rugidos de la perversidad, y no le han faltado acentos elocuentes con que darles admirable expresión de verdad... Fue un triunfo tan espontáneo y ruidoso, cual se cuentan pocos en los anales del teatro español. No había terminado aún el primer acto, cuando el público, seducido por los pensamientos que abrillantaban versos rotundos, galanos y armoniosos, quiso conocer el nombre del autor, y su sorpresa, al saberle, así que terminó aquél, fue tan grande, que los aplausos, al ver presentarse en la escena una joven, que aún no contaba veinticinco años, fueron unánimes, calurosos, ensordecedores, y la prensa confirmó entonces, bajo la firma de los más eminentes críticos, el juicio que había merecido a los espectadores.

A Rienzi el tribuno siguieron los dramas Tribunales de venganza, Amor a la patria, El padre Juan y el cuadro dramático La voz de la patria, que confirmaron el dictado de hija de Melpóneme, con que había sido ya bautizada esta artista de la palabra.

Su colección de poesías Ecos del alma, en que sobresalen los sonetos A D. Pedro Calderón de la Barca, A la muerte, A una flor, Al siglo XIX, Casualidad, El dolor, Europa, La eternidad, La fraternidad, Los celos,  Mi canto;  las odas A el amor, A García Tassara, A la gloria, A la Virgen. Ante una tumba, La felicidad, La vida, La última esperanza, Una rosa en un sepulcro; y las cartas, en verso, Al señor D. Agustín Felipe Peró y Al señor D. Daniel Carballo; sus poemas En las orillas del mar, Morirse a tiempo y Sentir y pensar; su cuento Melchor, Gaspar y Baltasar; sus apuntes Algo sobre la mujer; sus bocetos Intermediarios; sus Memorias de un canario: el primer día de libertad; sus obras La casa de muñecas, La siesta y Tiempo perdido; sus artículos El arte, El estudio, La casa, La costura, La familia, La huerta y La velada, publicadas bajo el título El trabajo; sus Lecciones instructivas para los niños: páginas de la naturaleza; y tantas otras producciones como han brotado de su pluma, la colocan en el número de nuestras mejores poetisas y de nuestras más fecundas escritoras, así como en la conferencia, que dio en el Fomento de las Artes, el 21 de Abril de 1888, sobre las Consecuencias de la degeneración femenina, probó que posee la facultad de persuadir al oyente y conmover el ánimo por medio de la palabra.

Ha colaborado en las obras Escritoras españolas contemporáneas y Álbum de la Mujer, y en varias publicaciones periódicas, entre ellas La Ilustración Española y Americana y El Correo de la Moda, de Madrid, y El Oriente de Asturias, de Llanes.

Esta literata, que tanto se había distinguido en la poesía lírica y en la dramática, ha cambiado de rumbo, dedicándose a los estudios filosóficos, y actualmente sustenta, con sus radicalismos, perniciosas doctrinas en materias religiosas, hasta el extremo de que un notable crítico ha dicho que «es para los hombres una literata y para las mujeres una libre pensadora, y no inspira simpatías entre unos y otras.» De lamentar es ciertamente que profese y propale ideas contrarias a las creencias, que tan profundas raíces tienen en los corazones femeninos españoles; pero la experiencia y el tiempo, unidos a su talento y a su ilustración, le harán comprender dónde se halla la senda de la verdad, y por ella, así lo esperamos, iluminada por la luz del ingenio, volverá, para gloria suya al campo del catolicismo, donde le esperan las «simpatías de los hombres y de las mujeres.»

El Álbum Ibero Americano, Madrid, 14-8-1896





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