21 enero

168. El amigo de Gustavo Adolfo



Retrato de Gustavo Adolfo Bécquer pintado por su hermano Valeriano en 1854Al principio, cómo no, la poesía. Parece ser que nuestra protagonista comenzó muy pronto a utilizar los versos para expresar sus emociones. Tanto es así que, aún en la plena juventud,  nos cuenta que ya lleva mucho tiempo haciendo versos, «muchos y desiguales renglones que con lápiz, carbón o tinta iba escribiendo en ratos tan perdidos, que ni de ellos me daba cuenta».

La época lo favorece. Dado que desde el campo liberal no puede haber, al menos abiertamente, ninguna objeción a que cualquier persona haga uso de su derecho a expresarse libremente, y puesto que el espíritu romántico dominante impulsa la libertad creativa, las mujeres no encuentran en estos momentos obstáculos para dar rienda suelta a su subjetividad. La mayoría de ellas elige la poesía como el vehículo más apropiado para comunicar sus sentimientos, en razón de las escasas exigencias previas que tal medio de expresión les planteaba, amparadas como estaban por la ausencia de normas que defendía el Romanticismo.

¡Oh, qué pléyade inmensa de fantasmas
dejó tu pensamiento entre nosotros!
¡Qué ilusiones sin nombre, qué deseos
indefinibles unos, mientras otros
cuán bien sentidos!, ¡qué bien expresados!
¡Cuánta idea bullendo innovadora,
con luz hermosa entre la sombra oscura!

Es bastante probable que, de no haberlo hecho antes en algún periódico o revista, la joven poeta se entusiasmara con los fantasmas, las ilusiones, las luces, las sombras, las ideas, las pasiones, «la tristeza noble y resignada» del poeta en  aquellas Obras de Gustavo Adolfo Bécquer publicadas en 1871, gracias a la iniciativa que unos cuantos amigos tomaron el mismo día de su entierro.

¡Qué riqueza de luz cuando fue extinto
en las sombras eternas de la nada!
¡Qué pasión, qué dulzura, qué armonía
vivió en él encerrada,
y qué tristeza noble y resignada!

Tampoco debería de extrañarnos que hubiera puesto toda su atención cuando, en su círculo más cercano, oyera contar a un testigo presencial las circunstancias en la cuales Bécquer escribió Las hojas secas:

El gerente de la casa Gaspar y Roig, que asistía a la tertulia del Suizo y que le conocía mucho, le dijo: «Gustavo, ¿tendría usted algo para el almanaque voy a publicar? Pero poca cosa, una cuartilla, porque solo puedo dar por ella sesenta reales». «Aceptado –dijo Bécquer– porque acaban de presentarme una cuenta de esa suma». Al día siguiente, después de almorzar conmigo, cogió varios pliegos de papel con mi cifra y, «para pagar su deuda», según me dijo, escribió Las hojas secas, sin una corrección, sin una enmienda. Al leérmelas y oír mis elogios me añadió: «No tiene nada de extraño la rapidez y la forma de redacción, porque pensé anoche el artículo tal y como está aquí y la mano no ha hecho más que trazar lo que ya estaba en mi imaginación escrito»

El narrador de esta historia es Francisco de Laiglesia y Auset, el hermano mayor de su novio Rafael, que había conocido a Gustavo Adolfo pocos años antes de que la tuberculosis acabara prematuramente con su vida. Parece ser que fue el último –y el más joven– de sus amigos más íntimos y a Rosario de Acuña no le faltarían ocasiones para escuchar las anécdotas que se contarían en aquella casa, pues todos habrían tenido ocasión de conocer al poeta en alguna de sus visitas, al decir del escritor y académico Emilio Gutierréz-Gamero, el marido de Dolores, una de las hermanas de Francisco y Rafael:

Mi cuñado, Laiglesia, adoraba a Gustavo, a quien conoció en casa de González Bravo, y desde entonces a ambos les unió una estrechísima amistad, pues eran coincidentes en ideas y en aficiones literarias. Mis visitas casi a diario, juntamente con mi mujer, al domicilio de los suyos, me pusieron en contacto con el excelso poeta, y así pude conocerle de cerca y holgarme con su amable y afectuoso trato, como me holgaba leyendo cuanto salía de su privilegiada inteligencia

Resulta verosímil pensar que en una de estas tertulias familiares, los presentes pidieran a Francisco que les mostrara alguna de las cartas del fallecido poeta. Bien pudiera ser que, vencidos sus pudores por poner de manifiesto las estrecheces que por entonces atravesaban los hermanos Bécquer, les mostrara aquella fechada en Toledo el 18 de julio de 1869: 

Mi querido amigo: Me volvía de ésa con el cuidado de los chicos y en efecto parecía anunciármelo, apenas llegué cayó en cama el más pequeño. Esto se prolonga más de lo que pensamos y he escrito a Gaspar y Valera que sólo pagó la mitad del importe del cuadro. Gaspar he sabido que salió ayer para Aguas Buenas y tardará en recibir mi carta; Valera espero enviará ese pico, pero suele gastar una calma desesperante; en este apuro recurro una vez más a usted y aun que me duele abusar tanto de su amistad, le ruego que si es posible me envíe tres o cuatro duros para esperar el envío de dinero que aguardamos, el cual es seguro, pero no sabemos qué día vendrá y tenemos al médico en casa y atenciones que no esperan un momento. Adiós. Estoy aburrido de ver que esto nunca cesa. Adiós, mande usted a su amigo que le quiere,
Gustavo Bécquer 

Damos por supuesto el interés de Rosario de Acuña por cuanto podría contar al respecto quien, no tardando, habría de convertirse en su cuñado. Su boda con Rafael les convertía en familiares; la común admiración por Gustavo aventuraba cierta complicidad entre ambos, potenciada, supuestamente, cuando en enero de 1882 la joven esposa firmó la poesía ¡Bécquer!... (⇑)

Ya eres polvo; ya nada de lo que era
calor o movimiento
queda de ti sobre la humana esfera;
sólo tu pensamiento
se ve lucir radiando en ancha llama,
y cuanto más se aleja
del mundo de los vivos más se inflama.
[...]

Aquella relación poética-familiar que tanto prometía se acabó diluyendo. Tan solo un año después (⇑) de que los versos dedicados a Gustavo Adolfo fueran publicados en las páginas de El Correo de la Moda, Rosario y Rafael separaron sus vidas para siempre: ella se quedó en la casa campestre de Pinto; él se trasladó a Badajoz para iniciar una nueva etapa laboral, esta vez en el ámbito bancario. Desde entonces las relaciones de Rosario de Acuña con la familia de su marido quedaron rotas. Tanto es así que, cuando su suegro fallece en junio de 1888, su nombre ya no figura en la esquela. Sí que lo hace su otra hija política Amelia Romea de Laiglesia, casada con Francisco.

Una de las esquelas aparecidas en la prensa comunicando el fallecimiento de Augusto de Laiglesia

Dando por hecho que la relación con su cuñado Francisco ha quedado interrumpida, es de suponer que Rosario de Acuña no estuviera al tanto del apoyo que en el otoño de 1910 prestó a la iniciativa de los hermanos Álvarez Quintero para erigir un monumento al, ya insigne, poeta en Sevilla. Tampoco que el señor de Laiglesia, gobernador por entonces del Banco Hipotecario de España, eligiera para su nueva residencia un edificio situado, ¿casualmente?, en el número ocho de la céntrica calle Bécquer. Menos aún que le hubiera comunicado la adquisición de un cuadro de Gustavo,  pintado por su hermano Valeriano en el año 1854 y cuya imagen ilustra este comentario. Rota la relación con el poderoso Francisco de Laiglesia y Auset, no parece verosímil suponer que fuera él quien informara a su cuñada, aunque solo fuera por el mutuo interés que ambos mostraron en el pasado por la figura de Gustavo Adolfo, de la publicación del folleto Bécquer. Sus retratos, obra de su autoría que vio la luz en el año 1922.

¡Oh, poeta! ¡Tu gloria conquistada
en medio de dolores tan profundos,
fue de tu corazón arrebatada
para llenar de luz entrambos mundos!

La prometedora relación poética-familiar quedó bruscamente truncada. Ni siquiera Bécquer. Ni siquiera la poesía. Aquella joven poeta de cabellos dorados que escribía versos imitando a Espronceda (⇑) y alabando las bondades de actrices (⇑), actores (⇑), dramaturgos (⇑), tenores (⇑) e inigualables escritores (⇑), se había convertido en una activa publicista, defensora de la libertad de pensamiento. La poesía –que no abandonó hasta su muerte– quedó para sí, par su entorno más próximo, para su disfrute personal. Su pluma se convirtió en incansable ariete que lucha  sin descanso contra la superstición y el oscurantismo.

Todo cuanto se siente; todo aquello
que llena el corazón y lo conmueve;
todo lo que es al alma bueno o bello,
y al pensamiento hacia lo justo mueve,
halla un eco dulcísimo y extraño
en los giros que diste a tus cantares;




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