27 diciembre

90. La ramera


Para aquellas mujeres que a finales del XIX han empezado a tener cierta conciencia feminista, la mera existencia de la prostitución, tolerada como se halla por unos y otros, muestra bien a las claras la naturaleza del dominio social que el hombre ha ejercido sobre su compañera de especie a lo largo de los siglos. Pastores y moralistas han admitido su existencia para evitar que la incontenible testosterona ponga en riesgo la santidad de la cristiana familia. Para que el sacrosanto hogar de las familias decentes quede a salvo de los turbiones hormonales es preciso inmolar a quienes los hados arriman a los oscuros arrabales; allí, «en el fondo del santuario, te arrojan entre cieno y escoria las aristocracias del talento, de la sangre, del dinero». Rosario de Acuña, que en los años ochenta despliega una gran actividad propagandística en contra de la hipocresía moral de la sociedad española, no puede faltar a la llamada del minoritario grupo de compatriotas que pretenden emular en esta tierra la lucha contra la prostitución que se está llevando a cabo en algunos países europeos.

Imagen del cuadro Vividoras del amor
Vividoras del amor (Julio Romero de Torres)

Hacía décadas que en España se había optado por reglamentar su práctica con el acuerdo casi unánime de médicos, policías, políticos y prelados, que consideraban a la prostitución regulada una válvula de seguridad que mantendría la sociedad a salvo de los excesos varoniles. Según señala Jean-Louis Guereña (L’abolitionnisme de la prostitution, facteur associatif en Espagne sous la Restauration, 2002), habrá que esperar a los años iniciales de la Restauración para constatar la llegada de los primeros ecos de las propuestas abolicionistas que comenzaron a expandirse por Europa en 1870, cuando la militante feminista británica Josephine E. Butler publicara en el londinense Daily News un manifiesto condenando la nueva legislación que obligaba a todas las mujeres sospechosas de prostituirse a pasar un control médico. El escrito, firmado por doscientas cincuenta mujeres de la Ladies Nacional Association for the Repeal of the Contagious Diseases Acts, supone el nacimiento de un movimiento que en 1875 alcanzará ámbito internacional con la celebración en Ginebra de un congreso que dará luz a la Féderation britannique, continentale et générale, dedicada a luchar contra la regulación estatal de la prostitución. Pocos años después, la Federación contará con secciones en Francia, Suiza, Italia, Alemania y Holanda. En nuestro país serán los pastores protestantes, llegados tras el reconocimiento oficial de la libertad de cultos, quienes difundan la doctrina abolicionista, que llegará a contar con algunos destacados defensores entre los republicanos, librepensadores y masones. Será en el año 1882 cuando se cree en Madrid una sección de la Federación que contará entre sus primeros asociados con personalidades tan destacadas como Emilio Castelar, Pi y Margall Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate o Rafael María de Labra. Poco a poco la defensa de estas posturas se va abriendo un hueco en la prensa republicana y masona.

Rosario de Acuña Villanueva, no tardando mucho, va a acudir a la llamada de sus correligionarios y en febrero de 1887 firmará un largo estudio que con el título «La ramera» publica Las Dominicales del Libre Pensamiento en sus dos primeras páginas del número correspondiente al 28 de mayo. Desde los primeros párrafos se apresta a arremeter contra quienes defienden la tolerancia de aquel mal social, contra «los hábiles gimnastas de la vida, que, en equilibrio constante sobre la sólida maroma de su egoísmo, dominan, con benévola sonrisa, la pública opinión», saliendo al paso de los argumentos de quienes justifican la prostitución como vicio preciso, como necesidad de la naturaleza o como mal que evita mayores males.

«La ramera se encuentra en cualquier parte, no hay que molestarse en buscarla; se la halla a cualquier hora y de cualquiera clase. ¿Halaga la vanidad? Pues se la toma de relumbrón. Librada del empadronamiento por orgullosa generosidad, se la pasea como un buen caballo o una buena galga. ¿No se busca más que el espoleo del hastío? Pues no se elige, se coge si acaso. ¿El cieno ahoga? Pues se revuelve en él hasta encontrar lo más asqueroso… Después espera el banquete, la conferencia, la discusión, la biblioteca o la cátedra. La prostituta, si se tiene en casa, satisface todos los instintos del vicio, porque entroniza las inclinaciones tiránicas del hombre. ¡Es tan seductora la condición de amo! Allí está aquel montón de carne y huesos sin inteligencia ni voluntad, las dos prerrogativas de la criatura humana: allí está como animal cuidadosamente sostenido para el momento de la necesidad, y este momento ha de surgir del cansancio, no de la esperanza; este momento ha de surgir como brote podrido que arroja un árbol frondoso. Allá arriba, en el corazón, y más alto, en el cerebro, las grandes aspiraciones, la ambición del oro que proporcionará molicie y envidiosos; la ambición de la gloria que producirá delirios y aduladores; la ambición del prestigio que acarreará vanidades y víctimas; allá, en el sentimiento y en la razón, el afán de la vida mejor, más regalada, más brillante o más satisfecha; allá arriba con los extravíos de la concupiscencia, mezclados los elocuentes discursos, haciendo brotar luminosos ideales de progreso, de perfección y de cultura; el libro, profunda síntesis de sólidos conocimientos, henchido de preceptos sublimes y sabias indicaciones; el descubrimiento científico o industrial, viniendo a testificar el nombre del siglo de las luces: allá arriba, en esos dos mundos que lleva el hombre impresos en su voluntad, en el sentimiento y la inteligencia, todas las expansiones de la amistad y todas las elucubraciones de la sabiduría, y más debajo de la coba exuberante del árbol de la vida, suciamente revuelta con detritus de fermentación, la sublime y esencial necesidad del amor rebajada, envilecida, degradada en todas sus manifestaciones, huída de todos los sentimientos para brotar impura y liviana como una contracción espasmódica de repugnante epiléptico, y producir en instantánea revulsión de encontradas tendencias, un hastío enervante y después una ferocidad impía y un rencor vil hacia la racional mitad de la humana especie, hacia la mujer. ¡He aquí el amor a la prostituta!... Pero ella libra de la humillación de amar a una mujer; ella no crea obligaciones, ni gratitudes, ni sacrificio, ni abnegación, ni siquiera molestias; no se necesita con ella más que una sola pasión, ¡la del desprecio!

»Cruel ceguedad, torpe error de nuestra envilecida época, la ramera es el veneno que roe las entrañas sociales, su influjo lo invade todo, porque infiltra en el impulso generatriz de la raza humana que es el sentimiento, una inspiración de antipatía, desconfianza y odio hacia la mujer, en su altísima, pura y redentora misión de esposa. El amante de la prostituta, es decir, el prostituido, mira el matrimonio con espanto, le teme como carga, le toma como contrato, va hacia él, pero no confiado, creyente ni decidido, sino con reservas, y siempre con premeditaciones de dominación, o cuando menos educadoras… ¡Ah! ¡error funesto! La personalidad del hombre y la de la mujer han de fundirse sobre la misma línea de respetos en los afectos del amor, si han de producir el símbolo humano en su corrección natural, compuesto del varón y la hembra. Jamás con intenciones de comprarla con intereses, con la fuerza o con la astucia, será la mujer otra cosa que verdadera concubina de su marido. La influencia de la ramera se nota, más que en nada, en este engreimiento masculino que surge así que se calman los estímulos de la posesión. En los brazos de la esposa, quise se acostumbró a los de la mujer pública, solo ve la expiación de un arrebato, el castigo de una locura de la juventud, y, en último caso se la sufre por la seguridad de la legitimación de los hijos. Pero, ¡ay! jamás elevará la esposa a compañera quien profanó los primeros anhelos del amor en los antros inmundos de la prostitución. Ellos le hicieron conocer algo más inferior que la hembra, la mecánica construcción de un artefacto vendido a toda clase de precios, desde el ínfimo de un mendrugo de pan, hasta el subido de un palacio. Nada de humano, de racional, de justo, de digno, ni de respetable verá en la mujer, quien la descubrió sin alma ni cuerpo.¡Sí! que el cuerpo de la ramera, como producto que es del arrollamiento en las leyes naturales, no ofrece las encantadoras hermosuras de la mujer, sino la deformidad repulsiva del monstruo disimulado, y el que en la atmósfera de lo monstruoso se inspira nunca llegará a apreciar lo perfecto.  Sigue... (⇑)
 
Nota. Este comentario fue publicado originariamente en blog.educastur.es/rosariodeacunayvillanueva el 17-12-2010




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